La mayoría tenemos una idea de la Fiebre del Oro por las películas del Oeste (Western) qué hayamos visto; acertada o no: pero es la que tenemos. Y creemos que se dio durante todo el siglo XIX; cuando, en realidad, fue su mayor apogeo a finales de ese siglo: casi acabando el 1800. Aunque, al parecer, se originó en California sobre 1848 y que, incluso, llegó hasta los años 60 del siglo XX.
Leamos el siguiente fragmento recuperado, para trasladarnos a la época para saber qué se coció, probablemente, de un modo más exacto (aunque a modo de resumen) a la idea que podamos tener, más aventurera, cada uno de nosotros…
La Fiebre del Oro
Todos los buscadores de oro que se encontraban en la región de Fortymile se precipitaron a la tarea: en menos de tres semanas las dos orillas del Bonanza, desde su fuente hasta su desembocadura, estaban divididas en concesiones que tenían cada una su titular.
Pero el desgraciado Henderson que, confiado en la promesa hecha por el americano y los dos pieles rojas, esperaba siempre sus noticias en «Gold Bottom», el punto donde lavaba sus arenas de mediocre valor, fue el último en conocer el sensacional descubrimiento.
Dadas las distancias y la falta absoluta de comunicaciones telegráficas o por carretera, el descubrimiento de estos tesoros que debían producir en algunos años más de 200.000.000 de dólares, no fue conocido del mundo exterior hasta el fin del verano siguiente.
La verdadera avalancha se produjo a partir de junio de 1898; y fue la mayor «fiebre del oro» que los anales de la industria aurífera hayan registrado nunca en el mundo.
Por centenares y bien pronto por millares, los aventureros, cuya mayor parte no tenían ninguna noción sobre el oficio de buscador de oro y de los cuales muchos no habían manejado nunca pala ni pico, se encaminaron hacia el nuevo Eldorado.
Los primeros llegaban del Canadá oriental y de los Estados Unidos. A ellos se reunió el tropel venido de México y de América central, y sucesivamente, las gentes que llegaron de Europa y de Asia.
Todos los paquebotes que tocaban en un puerto americano o canadiense se veían abandonados por sus tripulaciones: la locura del oro engendraba la deserción. El sentimiento del deber se aniquilaba bajo el fantástico espejismo de este lejano Pactolo.
Vancouver, el puerto canadiense del Océano Pacífico -dice Forbin- donde yo me encontraba entonces de paso (hacia la mitad de julio), era el gran centro de reunión de estas hordas, y yo fui allí testigo de escenas patéticas.
Millares de personas de uno y otro sexo se habían imaginado que alcanzarían allí el término de su viaje y que las minas de oro estaban en las proximidades. Ante el anuncio de que tendrían todavía que recorrer centenares de leguas, y que eso les costaría dos mil dólares, los que habían agotado sus recursos no sabían ya a qué santo encomendarse.
Recuerdo que durante mi semana de estancia en esta ciudad la Policía registró unos cuarenta suicidios. La tercera parte de estos desesperados eran chinos, probablemente venidos de California.
La población de Vancouver, cuyo desarrollo data de esta época, pudo felicitarse de ser el puerto más próximo al Klondike. Sus habitantes se enriquecieron rápidamente a expensas de las decenas de miles de buscadores de oro que albergaron y equiparon para la gran aventura.
Desde este puerto los buscadores podían alcanzar sin fatiga, en ocho o diez días de navegación, el pueblo indio de Skagway, situado cerca de la frontera común al Alaska americano y al Yukon canadiense. Todos los vapores disponibles (aun los que no eran buenos más que para chatarra) fueron comprados por especuladores, asociados con el fin de estrujar a una clientela que les caía, como un maná celeste, de los cuatro puntos cardinales.
¡Fueron unos tiempos felices para la costa del Pacífico! Se llegaron a subastar los billetes de pasaje, y muchos fueron los «millonarios en agraz» que prefirieron embarcarse a cualquier precio antes que prolongar su estancia en una ciudad donde posaderos y taberneros los desollaban vivos. (*)
Analizando la Fiebre del Oro
Pues sí, leyendo esta versión pormenorizada, parece que fue una aventura… o más bien una desventura. Vamos teniendo otra idea: más desgraciada. Por no decir de desgraciados y unos pocos agraciados.
Todo participante en aquella locura, persona independiente -me refiero- en busca del oro del siglo XIX, fue un pobre desgraciado en la mayoría de los casos: víctima de «posaderos y taberneros» que «los desollaban vivos», tremendo el leer esto tal cual dicho por el narrador: aunque cosa tampoco desconocida, dicho sea de paso.
En realidad todo fue dominado por grandes firmas explotadoras de minas. Por una sencilla razón: controlar.
Conocido es que una de las familias más adineradas del mundo (Rothschild) ya tenía el control de cualquier material que emanase en una mina: sí, controlaban el carbón y cualquier otro mineral… ¿Se les iba a escapar el oro o, mejor dicho, la «fiebre del oro»? Pues, seguro, que no. Y así es como pasó, después de ser monopolizado por esta familia desde 1919 -si no antes-, el Oro de ser un ‘metal preciado’ (o precioso, muy cotizado ya) a ser el Patrón Oro para respaldar el dinero en papel. Sustituido el oro, al final -en 1971-, (ya directamente y sin eufemismos) por el Dólar.
¿Qué respalda a qué? O, ¿quién respalda a quiénes? En fin. El caso que esta fiebre continúa -actualizadaMente-, ¿las criptomonedas? De ser afirmativa la respuesta a esta pregunta, nos surge otra: ¿iba a estar sin controlar? Sea por los Rothschild o por el Rothschild del momento, pero sería muy arriesgado eso, ¿no? Una moneda digital digna de cambiar todo, para eso nació, sí; no lo olvidemos. Pero da qué pensar.
Sea como fuere: donde esté un monopolio… se quite todo lo demás, hablo desde la lógica -y esta impera-, y si se ‘gobierna’ todo (Oro, Dólar, Criptomonedas) pues qué mejor… aunque sólo sea por controlar (o dictar/mantener o quebrar) la oferta y la demanda (base del comercio)… qué diría un irónico, y no seré yo. 🙂
La semana que viene, si ustedes gustan, otra pincelada histórica (relacionada o no con los mercados financieros) para que no se haga realidad lo de «el que desconoce su historia está condenado a repetirla»: o, por lo menos, estemos preparados para cuando se la repitan a los demás.
* Texto en cursiva extraído de:
- Año: 1949
- Autor: Urabayen, Leoncio
- Título: La tierra humanizada.
Señor de Cascales, Poeta-Escritor e Investigador Histórico.
Señor de Cascales | Bibliografía
P.D.: «El error de que la dicha está en razón directa de la riqueza, es de los más perturbadores y dañinos; da la sed de goces materiales, la fiebre del oro y la idea de buscar un fin por medios que le hacen imposible» Concepción Arenal. 1893.